1. Dibujando Copihues Dobles.
María Isabel Cayupe Caullan, “la Mari”, como todos la llamamos, vive en la comunidad de Ponotro, seis kilómetros al norte de Tirúa. Pequeñita y trabajadora, madre de tres hijos (un varón y dos niñas), casada con Francisco Garrido, nació en medio de los telares y creció urdiendo sueños de hilos como las arañitas. Ella es la cuarta de una familia numerosa, familia renombrada por sus ‘tejedoras’. Es que las seis hermanas, Elena, Rosa, María, Viviana, Ernestina y Sara, todas se criaron junto al telar de una madre ejemplar, tierna y cariñosa, que cubrió de frazadas gruesas las noches heladas de sus hijos y protegió con mantas finas las espaldas trabajadoras de su familia.
La Mari miraba de pequeñita las manos industriosas de su madre urdiendo hebras en el telar y soñaba con hacer bailar ese trompo delgadito que llamaban huso. “Jugábamos a tejer, dice la Mari, mientras mi mamita trabaja seria y afanosa sus telares”. “Nadie de por aquí sabía dibujar”. “Recuerdo que mi mamá y mi abuela tejían mantas preciosas y enormes frazadas. Pero eran todas lisas. Todo tejido con el color natural. De dibujos y de tinturas no sabíamos, lo habíamos olvidado”.
Un día, cuando era una jovencita –casi niña todavía- su hermano mayor llegó de Temuco con manta nueva. Era una manta dibujada. ¡Cómo miraban los ojos de las niñas esos dibujos bordados! Eso sí, la manta no tenía ni cachipel ni era bien terminada. “Es que nosotras estábamos acostumbradas a puras terminaciones finas y al tiro lo notamos”. Pero estos detalles resultaron ser de gran ayuda. Ávidas de conocer el secreto de los dibujos, la Mari y sus hermanas comenzaron a escudriñar meticulosamente los hilos hasta que una sabiduría más antigua que sus propias vidas reconoció las formas de la urdiembre y recordó figuras inmemoriales. “Así aprendimos a dibujar. Nadie nos enseñó. Lo descubrimos solitas nosotras.”
De esa manta temucana, un dibujo cautivó su atención de niña joven. “Era la misma flor que tanto me gustaba en el campo. ¡Si se veía igualita! –dice la Mari recordando historias. “Era un copihue. Tenía que serlo. No podía ser otra cosa. Era cuestión de sujetar la figura del tejido entre los dedos y entonces colgaría linda y graciosa la flor del copihue tal como cuelga de los árboles viejos”.
“Y así aprendí –relata la Mari. ¡Pero me había olvidado! Nunca más hice mantas dibujadas. Y tampoco sabía teñir los colores. Si no fuera por la Relmu, todavía estaría tejiendo mantas lisas y callejeando apenas mis tejidos. Ahora no, ahora me la paso tejiendo y me entusiasmo cada días más. Hace pocos meses, cuando estaba urdiendo un telar, el corazón de la Mari comenzó a recordar. Empezó a escoger los hilos como si soñara sueños antiguos, y la flor del copihue comenzó a dibujarse otra vez entre sus manos. ¡Fue tan bonito; tan emocionante! Ahora la dibujo siempre. Me gusta mucho. Y por lo que me han dicho, también le gusta mucho a los que compran los tejidos en nuestra Relmu Witral”.
María Isabel Cayupe Caullan, “la Mari”, como todos la llamamos, vive en la comunidad de Ponotro, seis kilómetros al norte de Tirúa. Pequeñita y trabajadora, madre de tres hijos (un varón y dos niñas), casada con Francisco Garrido, nació en medio de los telares y creció urdiendo sueños de hilos como las arañitas. Ella es la cuarta de una familia numerosa, familia renombrada por sus ‘tejedoras’. Es que las seis hermanas, Elena, Rosa, María, Viviana, Ernestina y Sara, todas se criaron junto al telar de una madre ejemplar, tierna y cariñosa, que cubrió de frazadas gruesas las noches heladas de sus hijos y protegió con mantas finas las espaldas trabajadoras de su familia.
La Mari miraba de pequeñita las manos industriosas de su madre urdiendo hebras en el telar y soñaba con hacer bailar ese trompo delgadito que llamaban huso. “Jugábamos a tejer, dice la Mari, mientras mi mamita trabaja seria y afanosa sus telares”. “Nadie de por aquí sabía dibujar”. “Recuerdo que mi mamá y mi abuela tejían mantas preciosas y enormes frazadas. Pero eran todas lisas. Todo tejido con el color natural. De dibujos y de tinturas no sabíamos, lo habíamos olvidado”.
Un día, cuando era una jovencita –casi niña todavía- su hermano mayor llegó de Temuco con manta nueva. Era una manta dibujada. ¡Cómo miraban los ojos de las niñas esos dibujos bordados! Eso sí, la manta no tenía ni cachipel ni era bien terminada. “Es que nosotras estábamos acostumbradas a puras terminaciones finas y al tiro lo notamos”. Pero estos detalles resultaron ser de gran ayuda. Ávidas de conocer el secreto de los dibujos, la Mari y sus hermanas comenzaron a escudriñar meticulosamente los hilos hasta que una sabiduría más antigua que sus propias vidas reconoció las formas de la urdiembre y recordó figuras inmemoriales. “Así aprendimos a dibujar. Nadie nos enseñó. Lo descubrimos solitas nosotras.”
De esa manta temucana, un dibujo cautivó su atención de niña joven. “Era la misma flor que tanto me gustaba en el campo. ¡Si se veía igualita! –dice la Mari recordando historias. “Era un copihue. Tenía que serlo. No podía ser otra cosa. Era cuestión de sujetar la figura del tejido entre los dedos y entonces colgaría linda y graciosa la flor del copihue tal como cuelga de los árboles viejos”.
“Y así aprendí –relata la Mari. ¡Pero me había olvidado! Nunca más hice mantas dibujadas. Y tampoco sabía teñir los colores. Si no fuera por la Relmu, todavía estaría tejiendo mantas lisas y callejeando apenas mis tejidos. Ahora no, ahora me la paso tejiendo y me entusiasmo cada días más. Hace pocos meses, cuando estaba urdiendo un telar, el corazón de la Mari comenzó a recordar. Empezó a escoger los hilos como si soñara sueños antiguos, y la flor del copihue comenzó a dibujarse otra vez entre sus manos. ¡Fue tan bonito; tan emocionante! Ahora la dibujo siempre. Me gusta mucho. Y por lo que me han dicho, también le gusta mucho a los que compran los tejidos en nuestra Relmu Witral”.
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